Sin las formalidades ante puestas, ni las previas reglas del juego, así nos habíamos conocido.
No flores, no juego de palabras, no mentiras.
Nos habíamos amado el uno al otro, pero sin saberlo.
Eramos como el sol y la luna en su perpetuo acuerdo de respeto y amor el uno al otro, eclipsábamos del resto del mundo a la hora de hacer el amor.
A pesar de ser sabores distintos como la montaña y el viento, como el mar salvaje y traicionero, yo aprendí a recorrer sus mas altas cordilleras con mis manos, y el mis mas profundas aguas con todo su cuerpo.
Estábamos solos siempre, en mutua compañía, pero solos del mundo.
Por las noche le leía en voz baja un poco de Cortázar o de Gabriela Mistral para que pudiera dormir, también le gustaba que leyera después de hacer el amor o incluso cuando se drogaba.
No me gustaba que fumara, pero no me oponía, al fin y al cabo el decía que lo hacia porque yo le dolía un poco en los huesos cada vez que lo engañaba.
Prefería eso, a que se me fuera de entre los brazos, las piernas y los dientes.
El era tan mio, como yo era irremediablemente suya.
Prefería eso, a que se me fuera de entre los brazos, las piernas y los dientes.
El era tan mio, como yo era irremediablemente suya.
El agua del mar atlántico se había llevado mis ultimas lagrimas, sus palabras aguijoneaban mi piel y mi estomago, maldito sea el amazonas, no se que le encontraba, yo y mi miedo a los mosquitos, él y su maldito corazón bohemio y loco, y roto.
Desnudos y solos como siempre, en el medio del universo.
Salvajes mujeres amazónicas con vello púbico lo habían alejado de mi.
Sinny.
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