
Dijiste “Me da pena, sabes”, y volcada de espaldas me miraste con ojos y senos,
con labios que trazaban una flor de lentos pétalos.
Tuve que doblarte los brazos, murmurar un último deseo con el correr de las manos
por las más dulces colinas, sintiendo como poco a poco cedías
y te echabas de lado hasta rendir el sedoso muro de tu espalda
donde un menudo omóplato tenía algo de ala de ángel mancillado.
Te daba pena, y de esa pena iba a nacer el perfume que ahora me devuelve
a tu vergüenza antes de que otro acorde, el último, nos alzara en una misma estremecida réplica.
Sé que cerré los ojos, que lamí la sal de tu piel,
que descendí volcándote hasta sentir tus riñones
como el estrechamiento de la jarra donde se apoyan las manos
con el ritmo de la ofrenda;
en algún momento llegué a perderme en el pasaje hurtado
y prieto que se llegaba al goce de mis labios mientras desde tan allá,
desde tu país de arriba y lejos,
murmuraba tu pena una última defensa abandonada.
-Tu mas profunda piel, Julio Cortazar
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